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Nos levantamos
cuando todavía no había salido el sol, y hacía
fresquito, por no decir frío, así que nos
pusimos la poca ropa de abrigo que llevábamos.
Para salir de Sarsamarcuello
tuvimos problemas, pues no está bien indicado, y
preguntamos a un lugareño. Y cuando tienes que
optar por este recurso te la juegas, pues o te lo
explican muy clarito de manera que lo entiendas,
o te indican un camino que sólo ellos conocen.
Total, que nos perdimos, pues las señales
tampoco están muy claras. Así que caminando
caminando perdimos el camino entre cultivos y
tuvimos que empezar a caminar campo a través por
una zona de arbustos espinosos que nos llegaban
muy por encima de la cintura, con lo que no lo
pasamos excesivamente bien. Nos costó más de
una hora llegar al Castillo de Marcuello,
al que tendríamos que haber llegado media hora
antes, con el consiguiente mal cuerpo que se te
pone cuando tienes que enfrentarse a ese
mogollón impresionante de arbustos. Pero lo
conseguimos, unas veces Raúl
tiraba de nosotros, otras veces al reves, y es
que no hay nada mejor que un trabajo en equipo. Llegamos
al Castillo y de allí comenzamos el descenso, en
el que pudimos disfrutar de la vista de los Mallos
de Riglos, desde una perspectiva
diferente a la que estábamos acostumbrados.
Ahora ya tocaba un descenso larguísimo hasta Estación
de la Peña, donde nos habían asegurado
que no había nada. Primera sorpresa: había un
bar donde incluso daban caza para comer.
Evidentemente nos apretamos unos huevos con bacon
y con un poco de vino, además de un helado, que
nos alegró el resto del día.
Hacía mucho
viento, y aún nos quedaba un buen tramo por
recorrer hasta el Monasterio de San Juan
de la Peña, que era nuestro objetivo.
Así que continuamos por la carretera, de la que
sale un camino que se enfila por la sierra
siguiendo el curso de un río (no sé cuál es) y
subiendo subiendo nos lleva al pueblo de Ena,
un
precioso pueblo de montaña, donde las casas
tienen unas curiosas chimeneas. Allí hay un bar,
pero que sólo abren los domingos, así que nos
conformamos con beber agua de una fuente que hay
cerca del pueblo.
En el camino que
llega a Botaya, falta alguna que
otro flecha, sobre todo en los cruces de caminos,
y esta circunstancia nos hizo seguir recto en un
punto en que hubiera tenido que haber una flecha,
e hicimos unos buenos dos o tres kilómetros de
ida y otros tantos de vuelta de más. Así que
esto nos hizo que nos tuviéramos que quedar en Botaya.
Cuando estábamos en la puerta de la iglesia
preparándonos para estirar allí los sacos, me
fijé en un cartel que había en la puerta de una
casa: "Si vienes del huerto límpiate antes
de entrar". Tuve la idea de que eso no era
normal en una casa de pueblo, pensé que era una
casa de colonias para niños, esto quería decir
que seguro que nos podrían dejar un hueco para
dormir. Se lo comenté a Raúl y
Anita, y como no había nada que
perder, pusimos en marcha el plan: Anita
se arreglaba, es decir, camiseta limpia, y
entraba a preguntar sin mochila ni nada. ¡Sí!
Habíamos supuesto bien y no sólo nos dejaban
dormir, sino que nos daban de cenar, pues es un
albergue de montaña. ¡Qué buena estaba la
cena! Y que bién nos sentó la ducha y sobre
todo el dormir en un colchón como Dios manda.
Hay que sonreir a
la vida para que ésta te sonría a ti.
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